lunes, 16 de noviembre de 2009

Ahi viene el puntero!

Cuando nuestros años vividos no dan para recuerdos tan largos, siempre queda el recurso de acudir a vivencias ajenas. Y los que no alcanzamos a ver aquellas viejas “Vueltas de Entre Ríos” de finales de los ‘40 ó principios de los ’50, rescatamos de la memoria de nuestros padres, el modo en que se vivían esas verdaderas fiestas automovilísticas a lo largo de nuestras rutas y caminos. Aunque tampoco importa demasiado el lugar físico ya que, los ingredientes que se mezclaban durante las “Vueltas” y Grandes Premios, eran los mismos en cualquier sitio del país por donde nuestro autóctono TC se aventurase: es decir los corredores (todavía no eran “pilotos”), sus máquinas, los periodistas-relatores, el avión y, por sobre todo, la gente que dejaba sus quehaceres diarios para ir a verlos pasar.
En la Colonia Mabragaña, en medio de la campiña entrerriana, donde se desarrollaban las labores cotidianas, cada hombre, mujer o niño, estaban pendientes de la radio; que informaba paso a paso todo lo que acontecía desde el mismo momento de la largada. Así, hasta saber que la carrera se venía y habría tiempo apenas suficiente para llegar hasta la vera de la ruta, tras recorrer varios kilómetros de huellas apenas marcadas, apiñados todos en la baqueteada “chatita” del abuelo. El punto de reunión era el boliche de ramos generales, con el oído puesto en la mastodóntica radio a batería que alguno acercaba a la rueda del mate. La ansiedad iba creciendo desde el sur vendrían los autos y hacia allí se dirigían todas las miradas, tratando de descubrir algo sobre la franja de camino que reptaba, subiendo y bajando, entre verdes lomadas. Ya el primer auto había tocado Concepción del Uruguay, Colón y San José. No podían pasar muchos minutos más hasta que estuviera por allí. Pasaría la calzada del arroyo Perucho Verna, treparía hasta atravesar los campos de la estancia Santa María para descolgarse después hacia el Caraballo, trazaría curva y contra curva para embocar el puente y aceleraría frente al acceso a Colonia Hocker, apuntando siempre a Concordia.
Pronto, algunos ojos acostumbrados a otear aquellas inmensidades, detectaban ciertos movimientos en las lejanías y no se equivocaban. Una columna de polvo perezosa comenzaba a levantarse del piso reseco y, apenas perceptible aún, aparecía ese puntito vacilante suspendido sobre el horizonte… Viene el puntero!”. Era el anuncio esperado por todos. El hongo terroso crecía y se elevaba poco a poco mientras que el puntito vacilante se hacía más grande y le crecían alas. Por segundos el cochecito se dejaba ver a la distancia para perderse luego nuevamente en otra hondonada. Ya todos se arremolinaban, buscando cada quien el mejor lugar para verlo pasar. Ahora el bramido de la máquina era perfectamente audible, potente y pleno, ahogando casi el sonido bamboleante del avioncito que delataba la cercanía del auto ahora oculto en la geografía del terreno. De repente el murmullo se hacía grito cuando, envuelto en el tierral y asomando tras el repecho más cercano, aparecía aquel bólido rugiente, traído con mano firme y “pata generosa”. Venía como volando bajito por encima de la blanda y traicionera alfombra de tierra y ripio. Los ojos se abrían de par en par tratando de abarcar cada detalle. Las manos se agitaban en mutuos saludos y el aliento crecía a viva voz. Raudamente “la bestia” pasó frente a ellos viajando veloz hacia el norte. Y se perdió cuesta abajo buscando ahora hacer el sinuoso previo al puente del arroyo Mármol. Detrás, siguiéndola como perros fieles la polvareda y el avión. A sus espaldas dejó nerviosos comentarios de gente que ahora solo volvía a ver la estela polvorienta perdiéndose entre las cuchillas entrerrianas. Después vendrían muchos otros coches; pero la excitación de ver pasar al puntero no tendría comparación alguna. Que por algo era el líder. El que abría el camino a las emociones.

Texto e ilustración. Alberto Guerrero – San José – Entre Ríos

No hay comentarios:

Publicar un comentario